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descarado, quería decir impertinencias a todo el
mundo y hacer a lados jugarretas; pero, a pesar de lo
difícil que me era reprimir este deseo, al fin tuve que
renunciar a él. Un día, unté con resina de cerezo las
sillas de mi futuro padrastro y de mi nueva abuela,
que se quedaron pegados a ellas. La cosa tuvo
mucha gracia, pero mi abuelo me dio mi
correspondiente paliza y me mandó a la consabida
buhardilla. Mi madre subió a verme, me apretó
contra sí, me sujetó con las rodillas y me dijo:
-¿Por qué eres tan malo, di? ¡Si supieras la pena
que me das!...
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Sus ojos se llenaron de brillantes lágrimas;
estrechó mi cabeza contra su mejilla y esto me
produjo una aflicción tan grande, que hubiera
preferido que me pegara. Le dije que jamás volvería
a ofender a los Maximov, pero que no llorara.
-Sí, sí -dijo en voz baja-. Ya es hora de que
renuncies a esas diabluras. Pronto nos casaremos y
luego nos iremos a Moscú, y cuando volvamos tú te
vendrás a vivir con nosotros. Yevguenü Vasilievich
es muy bueno y muy inteligente y ya verás cómo
haces buenas migas con él. Irás al Instituto y luego
serás estudiante de Universidad, como él hoy, y más
tarde doctor o lo que quieras, porque un hombre
instruido lo puede ser todo. Ahora, ve y corretea un
poco por ahí.
Aquel Luego" y "más tarde" de que me
hablaba, se me representaba como una serie de
escalones que conducían lejos de mi, a un abismo
oscuro, a la soledad. No me alegraba, ni mucho
menos, de aquel descenso y hubiera querido poder
decir a mi madre: "No te cases, que yo te
mantendré." Pero estas palabras no brotaron de mis
labios. Mis pensamientos estaban siempre fijos en
ella con gran ternura, pero no me atreví nunca a
manifestarlo en su presencia.
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Entre tanto, proseguía asiduamente mis trabajos
en el jar-dín. Ya había quitado la hierba, en parte
arrancándola, y en parte cortándola con una cuchilla;
contuve las paredes del hoyo con ayuda de los
pedazos de ladrillo y del mismo material hice un
ancho banco, en el que hasta podía uno tumbarse.
Rellené los huecos que quedaban entre los ladrillos
con barro, en el que incrusté pedazos de vidrio y de
cacharros de colores, y cuando el sol iluminaba mi
hoyo había allí dentro una pompa policroma como
en una iglesia.
-Lo has hecho muy bonitamente -dijo mi abuelo,
una vez que vio mi obra-. Pero la hierba volverá a
crecer enseguida, porque has dejado las raíces. Anda,
ve por la azada, que te cavaré la tierra.
Llevé la azada de hierro y él se escupió las
manos y em-pezó, gimiendo, a hincarla con los pies
en el duro suelo.
-Tira a un lado las raíces -me dijo-. Te voy a
poner aquí malvas y girasoles, y quedará muy bonito,
muy bonito, ya verás.
Y de pronto se dobló sobre la azada y estuvo
largo rato callado, como convertido en piedra; yo le
miré y observé que de sus pequeños e inteligentes
ojos de perro caían al suelo lágrima tras lágrima.
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-¿Qué te pasa? -le pregunté.
Se incorporó, se secó la cara con la palma de la
mano y me miró con ojos turbios.
-Es que he roto a sudar -me dijo-. ¡Mira cuántas
lombrices!
Empezó otra vez a cavar y dijo, de pronto:
-Has hecho todo esto inútilmente, hijo mío.
Pronto tendré que vender la casa, allá para el otoño
a más tardar. Necesité el dinero para la dote de tu
madre. Si por lo menos fuese feliz... ¡Dios la
acompañe!
Tiró la azada y con expresión de desaliento se
fue detrás de la caseta de baño, donde, en el rincón
de jardín, tenía el estercolero. Yo cogí en seguida la
azada y empecé a trabajar, con tanto celo, que me
hice con el afilado hierro un profundo corte en el
dedo gordo del pie.
Esto me impidió acompañar a mi madre a la
iglesia el día de su boda; sólo pude llegar hasta la
puerta del patio y la vi cruzar, del brazo de
Maximov, con la cabeza baja, con precaución, como
si pisara clavos de punta, por los ladrillos de la acera
y la hierba que entre ellos crecía.
Fue una boda sin aparato. Cuando volvieron de
la iglesia, tomaron el té sin animación ninguna.
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Después, mi madre se cambió de traje y se fue a su
alcoba, para hacer el baúl. Mi padrastro se sentó a mi
lado y me dijo:
-Te prometí regalarte una caja de colores, pero
aquí, en la ciudad, no los hay buenos y los míos los
necesito yo. Pero te los mandaré desde Moscú.
-¿Y qué voy a hacer con ellos?
-¿No te gusta pintar?
-No sé pintar.
-Entonces, te mandaré cualquier otra cosa.
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