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    no la confianza, al menos las famosas Siete Partidas que Alfonso el Sabio le
    ganó a su gran visir poco antes de morir de aflicción guerreando contra su
    hijo Sancho, el usurpador.
    Mi fuerte son los movimientos con la Reina alférez, hacia la que ellos
    sienten supersticioso temor. No se atreven a tocar la pieza como si de la
    propia Reina se tratara. Lo tengo que hacer yo, en lugar de estos
    pusilánimes, con delicadas genuflexiones del índice y del pulgar como si
    hincara las rodillas ante Su Alteza Serenísima la Reina. Ellos inclinan sus
    cabezas en señal de acatamiento pero también, los muy hipócritas, para
    acechar más de cerca mis rápidos y sigilosos movimientos de
    prestidigitación sobre el tablero. Se quedan estupefactos. Por más que hagan
    no alcanzan a distinguir la añagaza de la trácala.
    El escribano Escovedo vuelca suavemente el rey sobre el tablero,
    aceptando su nueva derrota. Levanta la reina con enorme respeto y fatiga y
    la hace girar entre sus dedos observándola a contraluz por todas partes.
     ¿Por qué designa su merced esta pieza como la reina alférez?
     El asunto es simple y remoto, escribano. Cuando el ajedrez fue
    descubierto en la India en el siglo VI, el llamado por los indios Shaturanga,
    era ordinariamente un juego de guerra. Lo sigue siendo; la única guerra
    matemática y emblemática del mundo civilizado. Contendían en él los
    cuatro angas, o sea las cuatro armas llamadas hoy infantería, caballería, los
    carros y los elefantes. El Sha, el rey varón, era ya entonces la pieza central
    del juego. Su pérdida es irreparable. El que pierde el rey, pierde la partida.
    Continúa siendo lo mismo después de casi diez siglos.
    Lo que hace la perfección del juego-ciencia, proclamó el Sabio Rey
    Alfonso, es que sus lances no propenden al triunfo de lo mío o lo tuyo, sino
    al triunfo de la inteligencia en abstracto. Aquí, la suerte del uno no insulta la
    mala suerte del otro. Escovedo, obtuso a todo lo que no sea su péñola
    escribana, parpadea sin entender.
     ¿Y la reina?
    No existía. La guerra no es el lugar adecuado para una dama. En su
    lugar, al lado del rey, se hallaba el gran visir, o farzin. En los tratados de los
    Juegos de Axedrez que mandó compilar Alfonso el Sabio, el gran rey de las
    Partidas, el visir o farzin se llama Alferza, o sea alférez mayor.
     ¿Cómo el alférez mayor se convirtió en dama, es decir, en reina?
     De la manera más natural. No era una cuestión de familias
    dinásticas sino de biología y fisiología. La existencia de los géneros,
    llamados naturales, reposa en una razón central que es la clave misma de la
    sobrevivencia de la especie humana: el hombre, aunque sea rey, no puede
    existir sin una mujer.
     Pero está el hombre... No se puede eliminarlo así como así. El
    género masculino es la columna de la creación  arguyó Escovedo desde su
    recalcitrante misoginia.
     Los géneros no son modos puramente biológicos de existencia. No
    se reducen a una mera anatomía de órganos genitales. Responden a una ley
    de la naturaleza bajo la cual masculino y femenino, macho y hembra, tienen
    funciones específicas, inmutables e impermutables. Esto es así desde el
    comienzo de los tiempos. Si este orden se perturba la especie humana entera
    puede sufrir una catástrofe, extinguirse, desaparecer. Por ello, el Alferza, o
    alférez mayor, se transformó en Reina alférez junto al Rey. No es sólo una
    cuestión de nombres. Es una cuestión de espíritu. Lo dice el P. Elio Antonio
    de Nebrija en su Gramática de la Lengua Castellana que ha dedicado a Su
    Alteza Serenísima la Reina Católica.
    Le tiendo el libro del salmantino, abierto por la parte que marca el
    señalador :  Lea aquí.
     «De todas las comparaciones que se pueda imaginar, la más
    demostrativa es la que se establece entre el juego de la lengua y una partida
    de ajedrez. En ambos juegos estamos ante un sistema de valores y asistimos
    a sus modificaciones. Una partida de ajedrez es como una realización
    artificial de lo que la lengua nos presenta bajo una forma natural...»  tosió
    gravemente el escribano, hundido en una ácida niebla.
     Es también lo que ocurre en la relación carnal hombre / mujer. Pero
    en este juego, la mujer es la pieza vital. Y es muy difícil que sin la Reina
    alférez el Rey más poderoso de la tierra gane una batalla. Ni en el tablero, ni
    en la guerra, ni en la batalla de la vida. El juego del ajedrez es una guerra
    figurada contra las guerras reales.
     Siguen existiendo las dos  ironiza Escovedo.
     En el tratado de los Juegos del Axedrez, mandado compilar por el
    Rey Sabio, se cita un viejo proverbio anónimo: Meum et tuum incitant omne
    bellum.
     ¿Dice usted que si no hubiera lo mío y lo tuyo no habría más
    guerras?
     Exacto. No lo digo yo. Lo dice un proverbio de los tiempos del Rey
    Sabio.
     Lo que es a mí, los manes del ajedrez no me han permitido ganarle
    una sola partida.
     Vea, Escovedo  le dije con voz gruesa . En el ajedrez no hay
    uno que gana. Sólo hay uno que pierde. Y ése merece que se le corte la
    cabeza.
    He ordenado al escribano que labre un acta con los nombres de los
    cabecillas de la insurrección y de todos los tripulantes que militan en ella
    con el grado de su intervención en el motín. «Mande arrojar al mar a dos o
    tres de los principales  me encarece el escribano , y verá su merced
    cómo la sedición se aplaca en una balsa de aceite.»
    Le he contestado que el remedio sería peor que la enfermedad. Si
    impongo esa pena, serán ellos los que a vuelta de hoja nos arrojarán al mar.
    A la fuerza bruta sólo se la puede vencer con la astucia. Por ahora me
    contentaré con tenerlos enterrados hasta el cuello en dos o tres toneles llenos
    de arena amarrados al palo mayor. Le he preguntado por el ermitaño jeróni-
    mo fray Ramón Pané. ¿No ha recibido ningún daño de los amotinados?
    El escribano Escovedo asegura que no se ocupan de él. El ermitaño,
    me informa, sigue metido de rodillas en su cartujo, en lo más hondo de la
    sentina, orando sin cesar. No prueba alimento. Sólo bebe agua y mordisquea
    las hierbas que él mismo ha traído en su hatillo.
     ¿Ha levantado ya el acta sobre los cabecillas del motín?
     Se han negado a firmarla, Señor. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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