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comprendió que sus tías lo perdonaban todo menos las
apariencias: que con tal de ser en adelante como ellas, se olvidaba
lo pasado, fuese como fuese. Cómo eran ellas ya lo iba
conociendo. Pero estudiaría más.
Había habido algunos minutos de silencio.
Doña Águeda lo rompió diciendo:
-Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa.
-Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco
desarrollada...
-Eso no importa; así fui yo, y después que... -Ana sintió brasas
en las mejillas- empecé a engordar, a comer bien y me puse como
un rollo de manteca.
Y suspiró otra vez doña Águeda, acordándose del rollo que
había sido.
Doña Anuncia había tenido sus motivos para no engordar: unos
amores románticos rabiosos. De aquellos amores le habían
quedado varias canciones a la luna, en una especie de canto llano
que ella misma acompañaba con la guitarra. Una de las canciones
comenzaba diciendo:
Esa luna que brilla en el cielo
melancólicamente me inspira:
es el último son de mi lira
que por última vez resonó.
Se trataba de un condenado a muerte.
130
La Regenta
El bello ideal de doña Anuncia había sido siempre un viaje a
Venecia con un amante; pero una vez que el siglo estaba
metalizado y las muchachas no sabían enamorarse, ella quería
utilizar, si era posible, la hermosura de Ana, que si se alimentaba
bien sería guapa como su padre y todos los Ozores, pues lo traían
de raza. Sí, era preciso darle bien de comer, engordarla. Después
se le buscaba un novio. Empresa difícil, pero no imposible. En un
noble no había que pensar. Estos eran muy finos, muy galantes
con las de su clase, pero si no tenían dote se casaban con las hijas
de los americanos y de los pasiegos ricos. Lo sabían ellas por una
dolorosa experiencia. Los chicos innobles, que pudiera decirse, de
Vetusta, no eran grandes proporciones; pero aunque se quisiera
apencar -apencar decía doña Águeda en el seno de la confianza-
con algún abogadote, ninguno de aquellos bobalicones se
atrevería a enamorar a una Ozores, aunque se muriese por ella. La
única esperanza era un americano. Los indianos deseaban más la
nobleza y se atrevían más, confiaban en el prestigio de su dinero.
Se buscaría por consiguiente un americano. Lo primero era que la
chica sanase y engordase.
Ana comprendió su obligación inmediata: sanar pronto.
La convalecencia iba siendo impertinente. Toda su voluntad la
empleó en procurar cuanto antes la salud.
Desde el día en que el médico dijo que el comer bien era ya
oportuno, ella, con lágrimas en los ojos, comió cuanto pudo. A no
haber oído aquella conversación de las tías, la pobre huérfana no
se hubiera atrevido a comer mucho, aunque tuviera apetito, por no
aumentar el peso de aquella carga: ella. Pero ya sabía a qué
atenerse. Querían engordarla como una vaca que ha de ir al
mercado. Era preciso devorar, aunque costase un poco de llanto al
principio el pasar los bocados.
131
Leopoldo Alas, «Clarín»
La naturaleza vino pronto en ayuda de aquel esfuerzo terrible
de la voluntad. Ana quería fuerzas, salud, colores, carne,
hermosura, quería poder librar pronto a sus tías de su presencia.
El cuidarse mucho, el alimentarse bien le pareció entonces el
deber supremo. El estado de su ánimo no contradecía estos
propósitos.
Aquellos accesos de religiosidad que ella había creído
revelación providencial de una vocación verdadera, habían
desaparecido. Ellos determinaron la crisis violenta que puso en
peligro la vida de Ana, pero al volver la salud no volvieron con
ella: la sangre nueva no los traía.
En los insomnios, en las exaltaciones nerviosas, que tocaban
en el delirio, las visiones místicas, las intuiciones poderosas de la
fe, los enternecimientos repentinos le habían servido de consuelo
unas veces y de tormento otras. Había notado con tristeza que
aquella fe suya era demasiado vaga; creía mucho y no sabía a
punto fijo en qué; su desgracia más grande, la muerte de su padre,
no había tenido consuelo tan fuerte como ella lo esperaba en la
piedad que había creído tan firme y tan honda, aunque tan nueva.
Para aquella ausencia, para la necesidad que sentía de creer que
vería a su padre en otro mundo, servíale sin embargo la religión;
pero muy poco para consuelo de los propios males, para remediar
las angustias del egoísmo asustado, de los apuros del momento
que nacían de la soledad y la pobreza. El pánico de su abandono,
que fue el sentimiento que venció a todos, no lo curaba la fe.
«-La Virgen está conmigo» -pensaba Ana en el lecho, allá en
Loreto, y acababa por llorar, por rezar fervorosamente y sentir
sobre su cabeza las caricias de la mano invisible de Dios; pero
sobrevenía un ataque nervioso, sentía la congoja de la soledad, de
la frialdad ambiente, del abandono sordo y mudo, y entonces las
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