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    agravaba cada que la familia simulaba, oír con asombro todas las in-
    sulseces que aquel tonto contaba.
    Acabamos de comer y fuimos a pasar la tarde al jardín. Don Ca-
    milo, en un grupo, conversaba con los padres de, Valentina; Martín,
    que se, había separado, de ellos, Porque era gran fumador, echaba,
    escondido entre, los árboles, grandes bocanadas de humo. Valentina y
    yo mirábamos la noche que empezaba a caer, desde una glorieta for-
    mada por madreselvas y jazmines que quedaba a un extremo del jar-
    dín.
    -¿Ha estudiado, astronomía usted, Julio? me decía.
    -No, Valentina,...
    -¡Qué ignorante!...  me repuso.
    -Pero Martín dice, que don Pío les hace a ustedes un curso de
    astronomía, práctica muy curiosa.
    -¡Oh! broma de Martín; usted ya sabe lo que es don Pío y lo que
    es Martín.
    -¿Pero sabe, Julio, que debe ser muy curiosa esa explicación?
    -agregaba, sonriendo Valentina.
    Yo callaba entretanto; toda, la, sangre, me subía a la, cabeza.
    -Vea -me dijo -dicen que aquella estrella es la estrella del amor...
    -agregó señalando a Venus que titilaba como un diamante suspendido
    en el cielo.
    -¿Quien se lo ha dicho a usted? ¿don Camilo?... -le pregunté.
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    -¡Ja, ja! con qué tono me lo pregunta usted... ¿Cree usted que,
    don Camilo tiene tiempo para fijarse en el cielo?...
    -¡Cómo no! ¿No se ha fijado en usted?
    -¡Ay! que antiguo está usted, Julio, por Dios; eso es un requiebro.
    Retírelo, por Dios... -Y prorrumpió en una larga carcajada que me
    penetró en el pecho como un puñal.
    -Valentina; ¿es cierto que, usted se casará con don Camilo? -le
    pregunté en voz baja, pero resuelta.
    -Eh, todo puede ser, pero lo que es por ahora no lo pienso.
    -Puede ser, ¿dice, usted?...
    -¿Y por qué no? Si no se presenta otro... me casaré con él...
    -¿Sería usted capaz de casarse con un hombre a quien no quisie-
    se?...
    -Si él fuera capaz de casarse conmigo, ¿por que no?
    En ese momento la madre de Valentina se acercaba, a nosotros;
    detrás caminaban su padre, y don Camilo.
    -Vamos a la sala -nos dijo. -Está muy fresca, la noche...
    -¡ Tan pronto, mamá!...
    -Sí, ven, tócanos algo...
    Un momento después Valentina dejaba, caer sus manos sobre las
    teclas y tocaba el Clair de Lune, esa profunda melodía de Beethoven
    en que cada nota parece, el suspiro melancólico de un coloso.
    Yo, de pie al lado de ella, miraba flotar sus manos sobre el tecla-
    do y buscaba la expresión de su rostro: graciosamente inclinado, y de
    sus ojos, en los cuales se, reflejaba instintivamente el sentimiento de
    aquellas frases sabias y poéticas a la vez que se elevan como los ecos
    de una plegaria... Por fin se extinguió la última nota, y Valentina le-
    vantó la, cabeza...
    -¿Le, gusta, don Camilo? -preguntó dirigiéndose a su presunto
    novio.
    -No... yo no entiendo mucho de eso, a mí me gusta mucho la
    zarzuela.
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    -¿Has visto un imbécil igual? -me, dijo al oído Martín.
    -Cállate -repuso Valentina,- te puede oír.
    Valentina se levantó del piano y se sentó a nuestro lado. Don
    Camilo, hombre de orden, se: retiró temprano..
    Mientras se despedía, yo había salido al balcón y allí me encon-
    tró Valentina, que regresaba de saludarlo.
    -Sabe, Julio -me dijo, -que lo noto muy triste y reservado conmi-
    go hoy, ¿qué tiene?
    -En efecto -le contesté, como tomando una actitud resuelta..
    -Estoy triste y reservado...
    -¿Puedo yo saber la causa de su tristeza y el objeto de la reser-
    va?...
    Iba, a decirle todo lo que sentía; llegaron las palabras a mis la-
    bios, y debió traicionarme mi fisonomía, porque ella hizo un gesto en
    el que yo adiviné toda su recelosa, curiosidad y la alarma con que mi-
    raban sus grandes y húmedos ojos negros, pero en aquel instante, pen-
    sé en mi pasado, contemplé con la rapidez del relámpago mi presente,
    y el honor, ese frío guardián de las pasiones, selló mis labios.
    -No -repuse con firmeza.
    -¿No?... -me preguntó con una inflexión de voz llena de ternura y
    de resentimiento, -¿no? ¡Ah! -agregó -quiera Dios que su reserva lo
    haga feliz.
    Reaccioné, é iba en aquel mismo momento a revelarle todo lo
    que sentía por ella, cuando entraron Martin y sus padres, y el desenla-
    ce, que se había, presentado tantas veces en aquel día, quedó de nuevo
    trunco.
    Era necesario partir; saludé a todos y tendí la mano a Valentina,
    con efusión, pero ella dejó caer la suya con indiferencia entre, las mí-
    as, mientras que con la otra desprendía de, su cintura el ramo de jaz-
    mines ya marchito dejándolo caer sobre el piano.
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    Yo sentí oprimírseme el corazón, y cuando llegué a la calle, dos
    lágrimas, que me parecieron de sangre, brotaron de mis ojos y me
    corrieron por el rostro.
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    X
    Pocos meses después abandonaba el colegio donde había pasado
    años tan tristes. Martín, que ya había salido también, estaba con su
    familia en el campo y no pude, por consiguiente despedirme de Va-
    lentina.
    Mi tío me esperaba en Buenos Aires con una, colocación en una
    casa, de comercio; llegué a Buenos Aires y encontré a mi tía tan mala,
    como de costumbre; siempre dominada por la política, siempre to-
    mando parte en todos los acontecimientos notables que tenían lugar.
    Hacía seis años que no me veía, y, sin embargo, no me hizo el
    más mínimo cumplimiento ni el más pequeño, agasajo a mi llegada.
    Había engordado mucho y su temperamento sanguíneo se habla
    desarrollado notablemente. Mi tío era el mismo. El único que no esta-
    ba, en la, casa era Alejandro: el pícaro pardo había, cumplido su pro-
    mesa; un día de un altercado tremendo con mi tía, desbocó los
    caballos al descender la violenta, pendiente, de la barranca do la Re-
    coleta y volcó el landeau en una, zanja, lo hizo pedazos y magulló a
    mi tía que fue izada por la ventanilla con la gorra en la nuca y los
    vestidos en un desorden inconveniente.
    ¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Ai-
    res! ¡El doctor Trevexo, el hombre de más talento de su tiempo, el
    orador, el diplomático, el abogado y el periodista más hábil de la Re-
    pública, había desaparecido de la, escena pública, y sólo habían trans-
    currido veinte anos! Los tenderos de aquella época, habían muerto o
    habían cerrado sus tiendas; ya no gobernaban la opinión pública. Mi
    tía, Medea había tomado parte en dos revoluciones chingadas y perte-
    necía, a la, oposición.
    El único puesto público que conservaba, era el de la Sociedad
    Filantrópica, donde la fila de sus contemporáneas se, había raleado
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